jueves, 12 de junio de 2008

Nikos Kazantzakis *- El monte Sinaí

El Monte Sinaí, la montaña sobre la cual Dios caminó, brillaba en mi espíritu desde hacía varios años. El mar Rojo, la Arabia Pétrea, el pequeño puerto de Raitho, el largo viaje a lomo de camello por el desierto, las peregrinaciones por las montañas terribles e inhumanas que los hebreos atravesaron gimiendo y, finalmente, el monasterio sagrado levantado en el sitio en donde apareció el “monte ardiendo” eran lugares y hazañas que, desde hacía mucho tiempo perdido en las grandes ciudades, yo deseaba ardientemente ver y poder realizar.

Galilea, con su gracia idílica, sus armoniosas montañas, el mar azul y el encantador pequeño lago, se extiende detrás de las espaldas de Jesús; risueña, se parece a él como una madre se parece a su hijo.

Galilea es un comentario sencillo y luminoso puesto al pie del texto del Nuevo Testamento. Dios se revela allí pacífico, sobrio y alegre como un hombre bueno.

Sin embargo, el Antiguo Testamento siempre me ha impresionado más profundamente y ha tenido mucha resonancia en mi alma. Al leer este libro crudo, lleno de venganzas y de rayos que humea cuando se le toca, igual que la montaña en que Dios descendió, temblaba de deseo de ir a tocar y ver con mis propios ojos los lugares abominables en donde nació.

No olvidaré jamás la conversación corta y fogosa que un día tuve con una mujer en un jardín. Yo decía:

- Tengo horror a los cantos, al arte y a los libros. Todo esto me parece insípido y vano. Es como si, para saciar su apetito, le dieran, en lugar de pan y de carne, un ligero desayuno y que usted lo masticara como lo hace una cabra.

Yo hablaba irritado. La mujer, ante mí, estaba pálida, con los pómulos salientes y la boca ancha que le daban el aspecto de una campesina rusa. Continué:

- He aquí como nuestras almas consumidas sacian hoy en día su apetito. ¡Como las cabras!

Ella me contestó riendo:

- Usted me habla con cólera, pero yo pienso como usted. Existe un solo libro que no es vano; chorrea sangre y está hecho de carne y hueso: es el Antiguo Testamento. El Evangelio no es más que una manzanilla para los inocentes y los enfermos. En verdad, Jesús fue una oveja que se dejó degollar para Pascua, encima de la hierba verde, sin resistencia y balando. Jehová es mi Dios. Rudo como un bárbaro procedente de un terrible desierto y con un hacha en la cintura. Con el hacha abre mi corazón y penetra en él.

Poco después añadió en voz más baja:

-¿Recuerda cómo habla a los hombres? ¿Ha visto cómo las montañas y los hombres se hunden en sus palmas? ¿Cómo se conmueven los reinos bajo su pie? El hombre grita, llora, se resiste, se arroja detrás de las piedras, baja a los agujeros, haciendo esfuerzos para escapar, pero Jehová está hundido en su corazón, igual que un puñal.

Desde ese momento nació en mí el deseo de conocer la cuna de este Dios bravío y de entrar en ella como se entra en el cubil de un león.

Aquella mañana, al divisar la Arabia Pétrea y en la lejanía las montañas que se levantaban humeantes con el sol, me estremecí de alegría y de miedo.

Raitho, el puerto del Sinaí. Un puerto abierto, mar azul, algunas casas a lo largo de la orilla, algunos caiques pintados de amarillo, de rojo y negro.

Serenidad. Las montañas, de un azul pálido, el mar, con olor de sandía fresca. Mi compañero, el pintor Kalmuk se volvió hacia mí y me dijo:

-Nos hemos equivocado. Estamos llegando a una isla griega. A Signos.

Pero atrás, se divisan palmeras, dos camellos están en el muelle, vuelven la cabeza por un momento hacia el mar, balanceándose ligeramente, estiran sus piernas dos o tres veces y desaparecen detrás de las casas.

Esta es la Arabia Pétrea, áspera y sedienta.

Contemplo el desierto que se inicia junto a las casas y me doy prisa. Una barca con una sola vela viene a recogernos. Pisamos la arena fina. Caminamos, y nuestro corazón baila. ¿Es un sueño? La arena está llena de conchas, las célebres conchas del mar Rojo. Las casas están hechas de corales, de esponjas petrificadas, de estrellas de mar y de enormes conchas. La piel morena de los hombres brilla debajo de sus albornoces blancos. Una niña de color de chocolate juega en la playa y lleva un vestido de color chillón. Algunas casas europeas construidas en madera, con galerías y jardines de muñeca cercados por cajas viejas de conservas. En este cálido paisaje árabe, una falsa nota: dos inglesas rubias asomadas a un balcón verde.

Una gran plaza desierta y a su alrededor hileras de casuchas de madera. En Raitho tiene efecto, anualmente, la Gran Cuarentena de los musulmanes que regresan de La Meca, y en esta época varios millares de hombres se presentan en esta inmensa plaza.

El enviado del Monte Sinaí, Tassos, que ha venido a buscarme al barco, nos explica cómo viven los hadjis (monjes musulmanes) y cómo el pueblo bulle a su llegada. Tassos es cristiano y de sangre griega; su abuelo se trasladó de Corfú a Raitho.Habla todavía algo el griego y su agradable rostro juvenil resplandece de alegría al recibirnos, ya que nosotros somos compatriotas. Pero está asimilado a la tierra de su nueva patria. Su cuerpo, su espíritu y su alma pertenecen a Arabia.

Llegamos a la dependencia del monasterio de Sinaí. Allí tenemos que coger los camellos y ponernos en marcha a través de la montaña. Un gran patio, celdas a todo su alrededor, el hospicio, las dos escuelas griegas, una para los niños y la otra para las niñas, los almacenes, las cocinas y, en el centro, la iglesia.

El mayor milagro de este desierto es el “higúmeno” del monasterio, el archimandrita Teodosio. Un corazón cálido lleno de amor.

Escasos son losa griegos que vienen a este lugar, y el archimandrita Teodosio, alto y de aspecto noble, griego, ardiente, nacido en Tschesmé, en Asia Menor, nos acoge del mismo modo que acogería a Grecia.

Todo el ceremonial de la sagrada hospitalidad que me es tan familiar: la confitura, el agua fresca, el café, la mesa puesta, el mantel blanco y oloroso, la alegría, brillando en los rostros de los que sirven al extranjero…

Por la ventana se ve brillar el mar Rojo. Enfrente, a lo lejos, se perfilan, apagadas por la claridad, las montañas de Tebaida. El higúmeno y yo hablamos de las “setenta palmeras” mencionadas en las Escrituras y que los hebreos encontraron en este pueblo después de haber atravesado el mar Rojo. En seguida le pregunto por las “doce fuentes de agua”, como si le pidiera noticias de familiares expatriados. Todas estas cuestiones bíblicas concuerdan armoniosamente con el desierto que nos rodea y con las montañas de los grandes ascetas.

Y cuando se me contesta que el palmeral todavía existe y que las fuentes siguen manando, me siento feliz.

En mi vida he conocido con frecuencia dichas semejantes. Después de una larga caminata, un vaso de agua fresca, un buen techo, un corazón humano que vive desconocido en un rincón de la tierra, cálido, inagotado, en espera del extranjero.

Y cuando el extranjero aparece por el camino, el corazón palpita, se estremece, se regocija; ha encontrado un hombre. En hospitalidad, como en el amor, es cierto que el que da es más feliz que el que recibe.

Tahema, Manssur y Ahua, los tres camelleros que tienen que guiarnos, han llegado con sus albornoces de color, la cabeza ceñida por una corona de pelos de camello y un gran yatagán en el cinto. Son obedientes beduinos de finas piernas, con pequeños ojos de águila. Nos saludan poniendo sus manos sobre el pecho, su boca y después sobre su frente. Cada uno de ellos tira de su camello, cargado de víveres, de una tienda, camas de campaña y mantas para el viaje, todo lo cual forma una especie de torre sobre el lomo del animal. Tenemos que pasar tres días y tres noches en el desierto.

Aprendemos algunas palabras árabes, las más indispensables para esta vida en común durante tres días con los beduinos: fuego, agua, pan, Dios y sal.

Los camellos se arrodillan gritando. Sus ojos brillan, hermosos, sin bondad, vengativos. Sus arneses están guarnecidos por penachos de pelos anaranjados y negros.

-Dad algunos dátiles a los camellos para suavizarles la boca- ordena el higúmeno.

El diácono Polycarpos, un rubio chipriota, trae los dátiles y los distribuye entre los beduinos y sus animales.

Nos ponemos en marcha. En seguida penetramos en el desierto.

Se inicia gris, interminable y árido tan pronto como abandonamos el dominio del convento de Raitho.

El ritmo ondulante y paciente del camello gana al cuerpo, la sangre se concierta con la cadencia del animal, y con la sangre del alma del hombre. El tiempo confinado y envilecido por la concepción occidental, se libra de todas sus subdivisiones geométricas. Con la mecedura del “barco del silencio”, el tiempo deroga sus fronteras matemáticas y se convierte en una sustancia fluida e indivisible, un vértigo ligero y secreto que transforma el pensamiento en ilusión y en música.

Abandonada así a este ritmo durante largas horas, comprendo por qué los orientales leen el Corán balanceándose hacia delante y hacia atrás. De esta forma comunican a su alma el movimiento monótono y continuo que los conduce a este gran desierto místico: el éxtasis.

Durante cinco horas avanzamos a través del desierto. El sol se pone. Por fin llegamos al pie de la montaña. Tahema, que marcha a la cabeza, se detiene y da la señal. Acamparemos aquí.

- ¡Krr! ¡Krr!- exclaman los guías desde el fondo de su garganta y los camellos, jadeando, doblan con dificultad sus patas delanteras, y después con estrépito, se dejan caer sobre las traseras, como si fueran casas que se derrumban.

Todos nosotros procedemos a descargarlos y a levantar la tienda. Ahua va a recoger algunos pequeños trozos de madera y encendemos fuego. Manzur saca la cazuela, la mantequilla, el arroz y se pone a preparar la cena.

El frío del desierto se hace áspero. Nos sentamos alrededor del fuego. Kalmuk se pone a dibujar diferentes animales sobre un trozo de papel y pregunta:

- ¿Phi kaplan? (¿hay leones?).

Los beduinos, consternados igual que niños a la vista de la fiera dibujada, exclaman:

-¡Phi! ¡Phi!

-¿Phi taabin? (¿hay serpientes?)

- Phi! Phi!

Mientras tanto, Tahema mezclaba con agua una harina de maíz espumosa. Aplastaba la pasta en la sartén con sus manos negruzcas de dedos afilados y la hacía cocer como una torta.

El olor del “pilaf” se extendió por el aire. Nos sentamos y nos pusimos a comer. Preparamos el té, fumamos, charlamos todavía un rato y después, cuando el fuego ya había bajado bastante, nos callamos.

Una misteriosa alegría invadía mi alma. Me esfuerzo en disciplinar en mí todo este romanticismo: el desierto, la Arabia, las tiendas, los beduinos, y me burlo de mi corazón, que está excitado y late demasiado fuerte.

Me tumbo debajo de la tienda y cierro los ojos; el débil e indescifrable ruido del desierto se desploma en mi espíritu. Tumbados afuera, los camellos rumían y oigo cómo trituran sus mandíbulas… Todo el desierto rumía como si fuera un camello.

Al día siguiente, al alba, comienza la marcha por entre las montañas. Montañas desérticas y áridas que odian al hombre y lo rechazan. De vez en cuando, una perdiz salvaje golpea sus alas contra los peñascos negros con un ruido metálico. De vez en cuando, un cuervo da vueltas por encima de nosotros como si quisiera escucharnos antes de tomar una decisión.

A lo largo del día, el ritmo del camello, la canción monótona y acunadora de Tahema, el sol que se abate sobre nosotros como si fuera de fuego, haciendo vibrar el aire encima de las piedras y de nuestras cabezas.

Seguimos el camino que tomaron los hebreos al huir de Egipto hace más de tres mil años…

Este desierto que estamos atravesando fue el terrible laboratorio en donde la raza de Israel conoció el hambre y la sed, en donde gimió y murió.

Con un ojo ávido, miro estas rocas, una por una, sigo el camino sinuoso por la estrecha torrentera y grabo en mi espíritu todas estas cadenas de montañas inflamadas.

Un día, en una playa griega, me acuerdo de ello, penetré durante largas horas en una gruta llena de pesadas estalactitas y de enormes falos de piedras que brillaban a la luz de la antorcha. Esta gruta era el antiguo cauce de un río que había cambiado su curso. La torrentera que hoy atravieso bajo el sol, brilla igualmente en mi espíritu: Jehová el Dios inexorable ha excavado estas cadenas de montañas para pasar.

Antes de atravesar este desierto, el rostro de Jehová estaba falto de consistencia, pues su pueblo todavía no se había afirmado. Los Elohims estaban extendidos por el aire. No era un solo ser, sino innumerables espíritus, anónimos e invisibles. Los Elohims dieron al mundo un soplo de vida; concebían, fecundaban a las mujeres, mataban, descendían sobre la tierra como relámpagos o rayos. No tenían patria, no pertenecían a ningún país, a ninguna raza.

Pero, con el tiempo, se encarnaban y mostraban su preferencia por ciertos lugares elevados como los grandes peñascos. Los hombres untaban de aceite estos peñascos, les ofrecían sacrificios, los regaban de sangre. Lo que tenían más querido, habían de ofrecerlo a Dios para aplacarlo. Le sacrificaban, pues, a su hijo primogénito o a su hija única.

Lentamente, con los siglos y una vida más fácil, la vida se endulzó y se civilizó. También Dios se endulzó y se civilizó; ya no le ofrecían hombres en sacrificio, sino animales. Poco a poco se le daba aspectos abordables: ternero de oro, esfinge alada, serpiente o halcón.

Así, en el limoso y pacífico Egipto, el Dios de los hebreos empezó a ablandarse.

Pero de pronto llegaron los Faraones hostiles que, arrancando a los hebreos de sus campos prósperos, los arrojaron lejos en este desierto de Arabia. Entonces empezaron el hambre y la sed, los gemidos y las sublevaciones. Sedientos y hambrientos, los judíos debieron detenerse en alguna parte cerca de aquí y gritar:

- ¡Ah! ¿Por qué no fuimos muertos por la mano del Eterno en el país de Egipto, cuando estábamos saciados con los pucheros de carne y cuando comíamos abundante pan?

Y Moisés, desesperado, irritado, levantó los brazos y le gritó a Dios:

-¿Qué haré de este pueblo ingrato? Poco ha faltado para que me lapidaran.

Y Dios, siempre inclinado sobre su pueblo, escuchaba. A veces, les enviaba codornices y maná y los alimentaba. Otras veces les enviaba la espada y los diezmaba. Cada día su rostro se hacía más feroz, cada día se reconciliaba con su pueblo. Durante la noche, se convertía en una columna de humo. Los levitas se apretujaban ante el Arca del Testamento y la dejaban en el suelo. Así, ningún extraño se atrevía a acercarse.

El rostro de Dios se concentraba, se endurecía y tomaba el aspecto de Israel. No se trataba ya de espíritus anónimos, invisibles y sin patria extendidos por el aire. No era ya el Dios de toda la tierra, era Jehová, el dios de una sola raza, la raza de los hebreos, duro, vengativo y sanguinario, pues El atravesaba momentos difíciles batiéndose contra los egipcios, los amalecitas, los madianitas y el desierto. Sufriendo, intrigando y matando, El tenía que vencer y hallar la salud.

Esta inhumana torrentera que atravesábamos, sin árboles, sin agua, es el terrible cauce de Jehová. Dios pasó bramando por aquí.

¿Cómo se puede conocer la raza de los hebreos sin haber atravesado y vivido en este terrible desierto? Durante tres días interminables, lo hemos recorrido a lomo de camello. La garganta quema de sed, las sienes golpean, el espíritu vacila en seguir la torrentera, sinuosa y brillante como un reptil. ¿Cómo es posible que muera una raza que durante cuarenta años fue forjada en esta hoguera? Yo, que la aprecio, me alegro de contemplar los terribles peñascos en donde nacieron sus virtudes: la voluntad, la paciencia, la obstinación, la resistencia, y por encima de todo, un Dios, carne de su carne, al que gritaban:”Danos de comer. Mata a nuestros enemigos. Danos la Tierra prometida”. Y lo obligaban por la fuerza a obedecer.

Gracias a este desierto, los hebreos siguen viviendo y dominan al mundo por sus virtudes. En el día de hoy, período transitorio de cólera, venganza y violencia, los hebreos son de nuevo el pueblo elegido por el Dios terrible del éxodo de la “tierra de la esclavitud”.

Hacia mediodía, teníamos que alcanzar el monasterio de Sinaí. Nos hallábamos en la meseta de Madián, a una altitud de más de mil quinientos metros. El día anterior habíamos acampado en un cementerio musulmán, plantando nuestra tienda delante de la tienda del Jeque.

Nos hemos despertado con la aurora. Hacía un frío intenso, la nieve había recubierto nuestra tienda y la meseta estaba totalmente blanca. Hemos arrancado el techo de una vieja cabaña y encendido fuego. ¡Qué alegría! Las llamas se elevan, pareciendo lenguas. Nos hemos sentado a su alrededor para calentarnos. Los camellos también se han acercado, alargando el cuello por encima de nosotros. Hemos bebido kaki de dátiles y té, y después, los beduinos se han arrodillado sobre una pequeña estera y han rezado, vueltos en dirección a La Meca.

Sus rostros puros, quemados por el sol, se sumergieron con éxtasis en su dios simple y primitivo. Irradiaban luz. Yo contemplaba con un profundo respeto a estos tres cuerpos probados y hambrientos cómo se alegraban y se saciaban. Manssur, Tahema y Ahua habían ascendido al cielo. Me pareció que el Paraíso se había abierto por un momento y que ellos habían penetrado en él: su Paraíso, el Paraíso de los musulmanes, el Paraíso de los beduinos.

“Sol, una verde pradera, camellos jóvenes, ovejas pastando, tiendas cuya tela está tejida con pelo de camello teñida, mujeres que llevan anillos de plata en los tobillos, con afeites de henné y kohol, con dos falsos lunares en las mejillas para embellecerse, en disposición de charlar en el umbral de las tiendas. Los platos humean: arroz, leche, pan blanco, un puñado de dátiles. Muy cerca, un cántaro de agua fresca. Y las tres tiendas mayores, los tres camellos más rápidos, las tres mujeres más hermosas, son las tiendas, los camellos y las mujeres de Mansur, de Tahema y de Ahua…”

Cuando, al final de la oración, el Paraíso se cerró, cuando se encontraron nuevamente en la meseta de Madian y nos vieron sentados alrededor del fuego, los tres beduinos, reemprendieron pacientemente su modesto trabajo terrenal y se instalaron en silencio a nuestro lado. Kalmuk se había levantado y jugaba con la nieve; yo extendí la mano hacia Tahema, que se encontraba a mi derecha, y pronuncié en árabe la célebre frase del Corán: “¡No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta!” Tahema se sobresaltó como si yo hubiese descubierto su secreto. Me miró, radiante de satisfacción, y me estrechó la mano.

Reemprendimos la marcha, Kalmuk y yo íbamos a pie, pues hacía frío y estábamos entumecidos. No podíamos soportar ya el ritmo lento y paciente de los camellos.

Las abruptas montañas de granito verde y rojo se levantaban maravillosas delante de nosotros. A veces pasaba un pájaro, pequeño y negro, con una cabeza redonda y blanca. Kalmuk le dio el nombre de “Jockey”.

Una fila de camellos apareció en el extremo del camino y brilló un momento como un bajorrelieve sobre el pecho rojo de la montaña.

Nos detuvimos. Los beduinos que llegaron nos dieron la bienvenida con este saludo cordial:

-Selam alekum! (La paz sea con vosotros).

En seguida, conforme llegaban hasta nuestros guías, vimos cómo les cogían las manos, se inclinaban sobre sus hombros, mejilla contra mejilla y los saludaban durante un rato en voz baja.

Durante nuestra marcha de tres días asistimos con frecuencia a estos encuentros cordiales: los beduinos que se encuentran en el desierto se inclinan uno sobre el hombro del otro y se estrechan las manos al tiempo que se inicia este diálogo sencillo, tan viejo como el mundo:

-¿Cómo estás? ¿Cómo está tu mujer? ¿Cómo está tu camello?

¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?

Y cuando uno de ellos ha terminado de contestar, inicia a su vez el interrogatorio. Entonces, empiezan las contestaciones del otro. A cada momento se oyen las palabras selam y Alá, y este encuentro reviste el sentido profundo y sagrado que tendría siempre que revestir un encuentro entre hombres.

Con emoción contemplo a los niños del desierto de costumbres milenarias y almas sencillas. ¿De qué viven? Algunos dátiles, un puñado de maíz y una taza de café les son suficientes. Su cuerpo es enjuto, sin fuerzas; sus piernas son delgadas y nerviosas como la de las cabras; sus ojos y sus oídos son muy agudos.

Después de miles de años, su vida no ha cambiado. El jefe de la tribu, el Jeque con el albornoz rojo, los juzga, los condena o los absuelve según la ley de los beduinos. Su respeto a la propiedad es un sentimiento religioso. Se puede dejar lo que se quiera en el desierto, con la condición de trazar un círculo alrededor. El espacio delimitado resulta inviolable.

Habitan siempre debajo de las tiendas. En cambio, construyen pequeñas edificaciones provisionales que les sirven de almacenes. En ellas guardan todas sus modestas riquezas: harina, arroz, café, azúcar, tabaco. Cuando marchan de viaje, la puerta de las cabañas queda abierta durante meses, pero permanecen invioladas.

Si comen dátiles de una palmera ajena, deben dejar los huesos amontonados debajo del árbol. De esta forma, el propietario de los dátiles está satisfecho, pues considera que ha prestado un favor a un caminante hambriento. Pero si encuentra los huesos desparramados, lejos del árbol, el ladrón, una vez descubierto, es castigado muy severamente. Se vengan sobre sus camellos y sus cabras.

Son los hombres más pobres y al propio tiempo los más hospitalarios del mundo. Tienen hambre, pero prefieren no comer con tal de tener siempre, en su tienda, algo que ofrecer al visitante. Tienen hambre pero jamás mendigan. A este respecto, me contaron que una joven beduina contemplaba un día a unos turistas, en Raitho, mientras comían. Estos le ofrecieron algunos trozos de su comida; pero ella, por orgullo, los rechazó. De pronto, se desplomó desvanecida.

El gran amor del beduino es su camello. Yo veía las delicadas orejas de Tahema, de Ahua y de Mansur estremecerse al menor suspiro de sus animales. Se paran, arreglan los arneses, palpan el vientre, arrancan toda la hierba seca que pueden encontrar y alimentan al camello. Por la noche, los desensillan, extienden una manta en el suelo y limpian amorosamente su pesebre.

Una vieja canción árabe alaba con imágenes de un expresionismo audaz a este amado compañero del beduino:

“El camello avanza pisando la arena. Es sólido como las planchas de un lecho de muerte. Sus muslos son firmes y se parecen a la alta muerte de una ciudadela. En sus flancos las huellas de las cuerdas son semejantes a lagos sin agua llenos de guijarros. Su cráneo es duro como un yunque. Se le toca y parece que se toca una lima. Es semejante a un arca de agua que un arquitecto griego hubiese recubierto de tejas en la cima”.

Hemos dejado los camellos atrás y escalamos la montaña con prisa, pues estamos impacientes por alcanzar el monasterio. Un poco de agua en una depresión, algunas palmeras, una choza de piedra. Más lejos, una cruz de hierro que se levanta en la cima de un peñasco. Nos aproximamos.

Y de repente, encaramado sobre una altura, Kalmuk grita con los brazos en el aire y triunfalmente:

-Nter! (¡El monasterio!)

Abajo, sobre una extensión llana, se divisa, rodeado de murallas, como una fortaleza, el célebre monasterio del Sinaí. La meta de nuestra larga marcha. He deseado mucho este momento y ahora que tengo en mis manos el fruto de este gran esfuerzo, me alegro con calma. No me apresuro.

Durante algunos segundos, una fuerza misteriosa me empuja a volver atrás. El áspero gozo de no recoger, de no gustar del fruto de mi deseo, me atraviesa como un relámpago. Pero de pronto empieza a soplar un viento ligero, impregnado del perfume de los árboles y de las flores. Puede ser de almendros. El hombre prevalece en mí y avanzo. Kalmuk corre delante cantando.

Ahora ya distinguimos claramente el monasterio, sus murallas, sus torres, su iglesia, su ciprés. Llegamos a los jardines. Mi corazón se estremece sorprendido y contento. Me subo al seto y veo brillar con el sol, en pleno desierto, olivos, naranjos, nogales, higueras y gigantescos y divinos almendros cubiertos de flores. Hace un calor dulce, el aire es perfumado y se oye el zumbido de los pequeños insectos laboriosos.

Gozo largamente de este rostro de Dios, rostro risueño que el hombre ama, rostro hecho de tierra, de agua y de sudor humano.

Durante tres días he visto Su otro rostro, terrible éste, sin flores, de granito. Yo decía: “He aquí el verdadero Dios, el fuego devorador, la piedra que los deseos humanos no pueden quebrantar”. Inclinado sobre el seto, mirando el jardín florido, comprendo mejor estas palabras del asceta:

“Dios es estremecimiento y dulce lágrima”.

“Los milagros son de dos clases - dice Buda-, los del cuerpo y los del alma. Yo no creo en los primeros, pero sí en los segundos.”

El monasterio de Sinal es un milagro del alma.

Después de catorce siglos, alrededor de un pozo, en medio de un desierto poblado de tribus rapaces, de lenguas y religiones diferentes, este monasterio resiste, igual que una ciudadanía, a las fuerzas naturales y humanas que lo asaltan.

Después de nuestra marcha de tres días por el desierto, la vista de los almendros en flor hace palpitar mi corazón.

“Aquí- me digo- existe una conciencia humana superior, aquí, la virtud humana domina al desierto”.

Ahora camino por las murallas del monasterio y me oriento. Me encuentro en medio de las montañas bíblicas, en medio de los elevados paisajes del Antiguo Testamento. Al este, frente a mí, se levanta el monte de la Ciencia, en donde Moisés clavó la serpiente de cobre. Detrás de la montaña, el país de los amalecitas y las cadenas rocosas de Amurru. Hacia el norte, se extiende el desierto de Kedar, el Edom y las montañas Theman hasta el desierto de Moab. Al sur, el promontorio de Faram y el mar Rojo. Finalmente, hacia el oeste, se levanta la cadena de montañas de Sinal, la cima sagrada en donde Dios habló a Moisés y más lejos, Santa Catalina.

En medio de estas montañas, a una altitud del quinientos metros, el monasterio del Sinal está edificado como una fortaleza, cuadrado, con altas murallas, torres y troneras. Contemplo abajo el gran patio. La iglesia se encuentra en el centro y a su lado se ve una pequeña mezquita. La media luna se mezcla fraternalmente con la cruz. Alrededor, cubiertas de nieve, reverberan las celdas, los almacenes y el hospicio.

Tres monjes se calientan al sol. En el gran silencio de la montaña, sus palabras resuenan claramente. Uno de ellos explica las maravillas que ha visto en América: barcos, puentes, máquinas, mujeres. Otro explica cómo se hacen cocer los corderos asados en su país y el tercero habla de los milagros de Santa Catalina y de cómo los ángeles la levantaron y la transportaron desde Alejandría hasta la cima que lleva su nombre y cómo todavía se puede ver la huella de su cuerpo sobre las piedras.

El jardín del monasterio brilla con la nieve y el sol. Los olivos murmuran dulcemente, los naranjos brillan con su follaje verde oscuro, los cipreses negros se levantan semejantes a ascetas. A todo esto se le añade un contacto que hace a uno estremecerse: lentamente, por soplos rítmicos, como una respiración, el perfume de las flores de los almendros pone las ventanas de la nariz en tensión; las ventanas de la nariz y el espíritu.

Me pregunto cómo esta fortaleza monacal ha podido resistir durante tantos siglos a estos funestos soplos de viento primaveral y cómo no se ha derrumbado durante una hermosa primavera. La frase del rudo asceta que fue San Antonio alborota desde hace años mi corazón, por expresar tan profundamente el dolor humano: “Si, sentado en el desierto, descansando tu corazón, oyes de pronto la voz de un gorrión, entonces tu corazón pierde su primera tranquilidad.”

Un pequeño monje de dieciocho años, con la tez pálida, sube a la cima de la torre en que me encuentro. Charlamos. Es natural de Creta. Unos azules ojeras rodean sus ojos y el sol hace brillar un espeso vello en sus mejillas.

Después, un anciano de unos ochenta años, jadeando, dulce, sale de una trampa que se abre en la torre. Ya no tiene la fuerza de desear ni el bien ni el mal. Sus entrañas son las que Buda vio: vacías.

Nos sentamos los tres al sol, en un largo banco. El frailecito saca algunos dátiles y nos los distribuye.

El anciano, con la mano puesta encima de la rodilla, me explica cómo fue construido el monasterio y todos los combates que tuvo que librar durante largos siglos. Como estoy sentado en medio de estas montañas irreales, su historia me parece tan sencilla y verdadera como un cuento:

- Alrededor del pozo es donde las hijas de Jethro venían a abrevar sus carneros y justamente en el lugar en donde se encontraba la “zarza ardiente” fue donde Justiniano hizo construir el monasterio.

Por otra parte, el emperador envío doscientas familias cristianas del Ponto y de Egipto para instalarse en sus alrededores, servirlo y defenderlo.

Un siglo más tarde, Mahoma vino al mundo. Pasó por el monte Sinaí. La huella de la pezuña de su camello es todavía visible encima de una piedra roja. Entró también en el monasterio, Los monjes le dispensaron grandes honores. Mahoma estuvo contento y les legó el célebre Testamento, el Aktinamet, el cual todavía existe, escrito en caracteres cúficos sobre una piel de corzo, llevando a modo de sello la huella de la palma de la mano del profeta.

En este testamento, Mahoma concede grandes privilegios a los monjes del Sinal: “ Si un monje del Sinal se refugia en la montaña o en el llano, en una caverna o en un valle, en un desierto de arena o en una mezquita, yo estaré cerca de él y lo preservaré de todo mal. Yo lo defenderé en donde quiera que se encuentre, en la tierra o en el mar, al este o al oeste, al norte o al sur. Los hombres que, en estas montañas y en estos lugares benditos, se han consagrado a la adoración, no tendrán la obligación de pagar impuestos o el diezmo de la cosecha. No serán reclutados y no pagarán la capitación.Que nadie los moleste, porque el ala de la misericordia proviene de ellos.”

No obstante, durante siglos, el monasterio sufrió bastante. Los esclavos, que se hicieron musulmanes, hostigaron a los monjes para conseguir víveres y dinero. Las tribus salvajes de beduinos los atacaron para saquearlos. El gran portal permaneció cerrado y los monjes llegaban al jardín por un camino subterráneo. Las puertas de hierro bajas y los pasillos oscuros existen todavía. La entrada y la salida se encontraban a una altura de siete anas. Por estas aberturas izaban o hacían descender hombres y objetos con la ayuda de una polea.

Ahora los tiempos heroicos ya han pasado. Los esclavos se han dulcificado algo y los beduinos han abandonado sus ataques. El gran portal está siempre abierto.

El anciano sigue hablando. Emocionado, escucho esta débil luz de ultratumba que anima las murallas bizantinas y puebla el aire de santos y mártires. A mi lado el efebo cretense escucha la admirable leyenda dorada, en éxtasis y pálido. Abajo, en el patio, los monjes charlan tranquilamente. Otros vigilan y pesan el maíz que han traído los árabes. Por la puerta abierta de la cocina se ve una mesa llena de grandes y brillantes langostas coloradas. Fueron pescadas la vigilia en el golfo de Akaba. El padre Pahomios, sentado en el umbral de su celda y envuelto en una manta, está ocupado dibujando una gran concha.

Vuelvo a encontrar el ritmo familiar de la vida monástica, y esto agita mi corazón.

Me levanto y bajo a la gran terraza. Los padres recogen la nieve, hacen bolas y se divierten como niños. Están contentos porque ha nevado y así la hierba brotará en el desierto. Los carneros y las cabras comerán y los hombres tendrán su subsistencia.

Algunos esclavos vienen a sentarse al pie del monasterio. Fuman y hablan ruidosamente y se acompañan con grandes ademanes. Llegan mujeres con los pies desnudos, envueltas en grandes milayas negras y sucias. A partir de la nariz, la parte inferior de su rostro está cubierta de pequeñas cadenas adornadas con monedas de plata y conchas. Sus cabellos, atados en un moño puntiagudo sobre la frente, sobresalen como el pomo de una silla de montar. Cada una de ellas abre rápidamente su milaya y saca una criatura que deposita sobre las piedras.

Los niños se reúnen debajo de la muralla del monasterio, con las manos extendidas. Esperan todos a que se abra el ventanillo desde donde se les arrojará la diaria ración de víveres: tres pequeños panes para los hombres, dos para las mujeres y los niños. Tienen que ir a buscarlos personalmente. Al abandonar sus cabañas, caminan durante horas bajo el sol ardiente o por la nieve. De esta manera viven. Recogen también saltamontes que dejan secar y luego trituran para elaborar el pan.

El arzobispo, el “Señor del Desierto”, se inclina sonriente por encima de la muralla y tira a los niños gorros de colores. Los pequeños árabes chillan de alegría, cogiendo el don inesperado que les cae del cielo y, poco después, las duras cabezas negras brillan, amarillas, rojas y verdes adornadas con un pompón en lo alto.

Yo contemplo con emoción a mis lejanos hermanos. Hace siglos que vagan alrededor de estas murallas bizantinas desde donde les echan, como si fueran piedras, estos pequeños panes de salvado. Viven y mueren sirviendo y amenazando el monasterio.

Los monjes me explican las costumbres primitivas y patriarcales de estos árabes. Al cabo de miles de años, nada ha cambiado. Viven, se casan y mueren como en los tiempos de Jethro, el suegro de Moisés. Al igual que en aquellos tiempos, hoy todavía, solamente las muchachas se cuidan de vigilar a los carneros. Nadie las molesta. Cuando dos jóvenes se aman, se marchan secretamente durante la noche y van a la montaña. El muchacho hace sonar la flauta y la chica canta, pero no se tocan.

Cuando el joven la quiere pedir en matrimonio, va a sentarse delante de la tienda del suegro y espera a que la chica regrese del pastoreo. Cuando llega, se quita su albornoz y lo arroja sobre ella.

Cuando hay que concretar el matrimonio, el novio tiene que comprar a la novia, y los dos consuegros cogen una hoja de palmera y cada uno la tira por su lado para repartírsela.

El padre de la novia dice:

-Quiero mil libras por mi hija.

Con frecuencia el pretendiente ni una sola.Pero los beduinos son orgullosos y tienen que cumplir todo el ceremonial que rodea al matrimonio.

Después que el suegro dice “mil libras”, el Jeque se levanta y dice:

-Tu hija vale también dos mil libras. Y el novio quiere darlas. Pero, para complacerme, regálale quinientas libras.

Entonces, el suegro contesta:

-Para complacerte, Jeque, le hago donación de quinientas libras.

Entonces, los demás parientes se levantan:

-Para complacerme regálale otras cien libras. Y cien más, y cien más aún, cincuenta, veinte…

Hasta que el precio baja a una libra. En este momento, las mujeres que muelen el maíz dejan escapar una especie de graznido:

¡Lu-lu-lu!

Entonces el suegro se levanta y dice: para complacer a las mujeres que muelen el maíz, yo entrego a mi hija por media libra.

Y durante la noche de bodas comen, beben y despilfarran todos sus bienes.

De esta forma sobreviven después de millares de años las costumbres inmutables del desierto.


Es mediodía. Bajamos al refectorio. Una sala medieval abovedada, con letras góticas grabadas en las paredes de piedra. Debió de ser construida por los latinos que, durante varios siglos, convivieron con nuestros monjes en el monte Sinaí.

El padre Pahomios ha pintado las paredes con exquisito amor. En el fondo de la sala, existe todavía un admirable fresco antiguo que representa el Juicio Final y debajo, la Santísima Trinidad: tres ángeles cuyas alas protegen a la pareja teogenia: el hombre y la mujer.

Tomamos asiento a la gran mesa oblonga. A un extremo se sienta el arzobispo; a su derecha y a su izquierda, una veintena de padres. El hermano hospitalario Theoklitos, un cretense alegre, vivo y de mejillas sonrosadas; el sacristán Joaquín, un quiota tranquilo y dulce; el archimandrita Mateo, un chipriota silencioso y noble; el ecónomo, natural de Macedonia; Pahomios el pintor, y todos los demás.

Son alrededor de cuarenta padres de los cuales la mitad reside en el monasterio. Los demás están lejos, en Creta, en Chipre, en Egipto y en las dependencias del convento del Sinaí. Todos son griegos: seis de Creta, seis de Chipre, seis de Zante, tres del Peloponeso, dos del Epiro y de Quíos y los demás de Eubea, Simi, Lemnos, Cefalonia, Tchesmé, Alatsata, Tenedos, Kydonia, Psara, Karpenissi y Macedonia. ¡Toda Grecia!

Sirven langosta, legumbres, pan y un poco de vino. Los padres empiezan a comer. Nadie habla. El “lector” sube al púlpito e inicia la lectura del evangelio del día:”El regreso del hijo pródigo”.

He conocido este ritmo de vida durante largos meses en varios monasterios. La comida regulada de esta forma adquiere su grande y misterioso valor. Un rabino ha dicho:

“El hombre virtuoso que come, libera a Dios, que se encuentra en el pan”.

El “lector”, con su gangosa dicción de eclesiástico, lee la historia del hijo pródigo: expone cómo sufrió y lloró, y cómo se vio obligado a comer algarrobas y cómo un día, no teniendo nada, regresó a casa de su padre y desde entonces no abandonó más su casa.

Y yo, en medio de este recogimiento cristiano, pienso.

Si se tratara de otro monasterio, perfectamente adaptado a las aspiraciones del alma moderna, yo habría propuesto que se leyera el célebre complemento a la parábola del hijo pródigo que ha escrito uno de nuestros contemporáneos:

“El hijo pródigo regresó a la casa, cansado, vencido, desesperado. Por la noche fue a ver a su hermano segundo en la habitación en donde descansaba y el joven le dijo:

“Escucha, ¿Sabes por qué te esperaba? Antes de que termine la noche me marcho.

“Y el pródigo estrechó a su hermano entre sus brazos, le aconsejó, le persuadió de que se marchara y que se mostrase más valeroso que él.

“Vamos, abrázame. Tú te llevas todas mis esperanzas. Sé fuerte. Olvídanos; olvídate de mí; no vuelvas más.”

Así, mientras como tranquilamente con los padres escuchando la parábola, el hijo pródigo del Evangelio se transforma en mí y noto conmoverse los cimientos del célebre monasterio que me da hospitalidad.


La comida termina. Los padres se sientan al sol. Nosotros, con el arzobispo, el sacristán y el hermano hospitalario, entramos en la iglesia.

Sorprende ver tantas riquezas. Los padres se sientan al sol. Nosotros, con el arzobispo, el sacristán y el hermano hospitalario entramos en la iglesia.

Sorprende ver tantas riquezas. Hay lámparas de plata por todas partes y el iconostasio es todo de oro. Sobre las paredes y las columnas, brillan innumerables y preciosos íconos.

El sacristán abre la gran sacristía y amontona ante nosotros los tesoros del monasterio: santas reliquias, vestiduras sacerdotales bordadas en oro, bordados de perlas exponentes de un maravilloso arte bizantino, mitras brillantes de la pedrería, esculturas de marfil, cruces pectorales, báculos de obispos…

Todo este oro, toda esta pedrería duermen después de tantos siglos en el desierto.

Y cosa más admirable todavía: la iglesia está llena de los más bellos íconos bizantinos que jamás he visto. Se trata de un museo hagiográfico único en el mundo. En la parte oriental del santuario existe un inmenso mosaico que representa la Transfiguración de Cristo. A la derecha y a la izquierda, “Moisés hablando a Dios y recibiendo las Tablas de la Ley. Debajo, los doce apóstoles y los diecisiete profetas y, en cada esquina, Justiniano y Teodora.

Se encienden los cirios y el sacristán se arrodilla y abre con terror religioso la caja en donde reposa el cuerpo de Santa Catalina. La mano de la santa está cargada de sortijas y una corona real adorna su cabeza. Emocionado, Kalmuk se saca la sortija que lleva en el dedo y con piedad la ofrece a la santa.

Llegamos a la capilla de la zarza ardiente. Penetramos en ella con los pies desnudos igual que Moisés: “Quítate los zapatos de tus pies, ya que el lugar en que te encuentras es tierra santa.”

Las losas están cubiertas de preciosos tapices. En la parte oriental se encuentra un maravilloso mosaico que representa la Anunciación. Esta capilla está dedicada a la Anunciación, ya que la “zarza ardiente que no se consume” simboliza a la Virgen recibiendo a Dios en sus entrañas.

Debajo del altar se puede ver la losa de mármol que indica el sitio exacto en donde brilló la zarza ardiente ante los ojos de Moisés.

“Aquí, Moisés apacentaba el rebaño de Jethro su suegro y el ángel del Señor se le apareció con una llama de fuego en medio de una zarza. Y he aquí que la zarza estaba ardiendo, pero no se consumía.”

Entramos en la biblioteca. Es célebre por sus manuscritos griegos, árabes, cúficos y siríacos. Durante rato me deleito contemplando los libros antiguos, los grabados, los inexplorados manuscritos llenos de misterio. ¡Quién sabe si en una de estas traducciones árabes no se encuentra alguna obra griega de Sófocles o de Esquilo cuyo original se ha perdido!


Este día rico en impresiones me había llenado de emoción. Las vestiduras sacerdotales, las piedras preciosas, los íconos multicolores, la parábola del hijo pródigo, fundidos y mezclados en el crisol del sueño, se reconstituyen tomando formas monstruosas.

Esta noche, poco antes de la aurora, a la hora en que tocaba la simandre , tuve este sueño impío:

El monasterio había sido invadido por gitanos que habían acudido con sus tamboriles, sus perros y sus tamices. Instalan sus tiendas en la iglesia. Desde el iconostasio hasta la puerta de entrada habían tendido una cuerda y colgado de ella mantas coloradas y amarillas, y ropa mojada. Los rostros de los ascetas estaban irritados y de sus bocas salían largos pergaminos ondulantes cubiertos de letras rojas:

“El que ha vencido a la naturaleza se ha elevado por encima de la naturaleza”, decía uno de ellos. A su lado, San Atanasio predicaba; “¡Rebelarse contra todo: he aquí el camino de Dios!”. Y San Martiniano: “Sé bueno, hermano, en el desierto, y salva tu alma”. Santa Dorotea, subida a una columna, gritaba;”Doma tu carne”.

Los gitanos habían colgado un tamboril adornado con cintas coloradas delante del icono de la Virgen y arrojado unas enaguas amarillas festoneadas de negro sobre el Santo Sudario. Sentada en el púlpito del obispo, una vieja con los ojos bizcos enseñaba el arte de leer el porvenir a tres chiquillas. Los jóvenes tocaban el tambor y bailaban; un viejo tocaba con frenesí el violín. De pronto, todo se apagó y llenando las tinieblas no quedó más que un mono. Acurrucado, con un gorro colorado en la cabeza, mondaba tranquilamente una granada podrida…


Subimos hacia la Cima Sagrada, erguida como una torre, en donde Moisés vio a Dios “cara a cara” y le habló. A lo lejos se divisa la línea áspera de las cimas como si fuera crin de jabalí.

El profeta dijo:” ¿Porqué os fijáis en las otras montañas cubiertas de verdor, de rebaños y productoras de queso? Sinaí es la sola y verdadera montaña, aquella en la cual descendió y aquella en que mora”.

Jehová, el terrible Jeque de Israel, habita este Olimpo de los hebreos. Quema su cima como un fuego y la montaña humea.”Tened cuidado al subir a la montaña y no toquéis ninguna extremidad. Cualquiera que toque el Sinaí , hombre o animal, será castigado con la muerte. Cualquiera que vea el rostro de Dios será castigado con la muerte”. Dios es, como dijo San Atanasasio: “Fuego divino consumidor”, y Moisés: “Tenaza que lleva el carbón ardiente de Dios”.

Jehová se identifica con el fuego. Los Elohims, estos innumerables espíritus que vigilan y gobiernan al mundo, se concentran en un Dios único, bravío, celoso y racial, protector de una sola tribu, la de los hebreos. Se identifica con el fuego; todo lo que se le arroja al fuego, Jehová lo devora. Los hombres ofrecen a Jehová, es decir, sus hijos e hijas primogénitos.

Trepamos por los tres mil cien peldaños que conducen desde el pie de la montaña hasta la cima sagrada. Detrás de mí sigue el Padre Pahomios acompañado de Kalmuk. Los dos pintores hablan. Sencillo y cordial, el ermitaño se inclina para escuchar al artista, que, por venir del mundo, le trae grandes noticias: como se mezclan los colores actuales, cómo la pintura al óleo se seca más rápidamente, cuáles son los mejores lapices…

Pasamos por debajo de una pequeña puerta abovedada excavada en la roca. En los tiempos en que los hombres, temblando de miedo, no osaban tocar la cima sagrada, un sacerdote estaba allí y les confesaba: “El que toque la Montaña de Dios, recomienda David, tiene que tener las manos inocentes y el corazón puro. Si no, morirá. Hoy, la entrada está desierta, el confesor ha muerto, la montaña ya no mata…

Más arriba, pasamos por delante de la gruta en donde Elías tuvo la gran visión. No había hecho más que entrar cuando la voz de Dios se dejó oír: “Mañana tu saldrás de aquí y te detendrás delante del Señor. Entonces un fuerte viento pasará por encima de ti y pulverizará las piedras. Pero el Señor no estará en el viento. Después del viento se producirá un temblor de tierra. Pero el Señor no estará en el temblor de tierra. Después se producirá fuego Pero el Señor no estará en el fuego. Y después del fuego soplará una dulce brisa.¡Es allí en donde se encontrará el Señor!”

El Espíritu siempre viene así: después del viento, del temblor de tierra y del fuego, viene la dulce brisa. Hoy todavía viene así. Atravesamos el período del temblor de tierra.

Más arriba, Pahomios se detiene y nos señala un peñasco:

- Aquí es- dice- donde estaba Moisés el día en que los hebreos lucharon contra los amalecitas. Y aconteció que cuando Moisés levantaba sus manos, Israel era el más fuerte, pero cuando bajaba las manos, los hebreos huían. Entonces, dos sacerdotes, Aarón y Hur, le sujetaron las manos, cada uno por un lado, y así lo hicieron hasta la puesta del sol. De esta manera Josué diezmó a Amalek y a su pueblo, pasándolo a cuchillo.

Toda la montaña tenía las huellas sobrehumanas del gigante.

En el alma sencilla de Pahomios estas leyendas tomaban un aspecto apacible e histórico, como si hablara de seres gigantes, antediluvianos; dinosaurios o mamuts. Ninguna turbación, ninguna duda.

Cuando alcanzamos la cima, mi corazón se estremeció. Jamás mis ojos habían visto un espectáculo semejante. Ante mí toda la Arabia Pétrea con sus montañas de color azul oscuro; más lejos, las cadenas rocosas azuladas de la Arabia Feliz y el mar que brillaba como una turquesa; al oeste, el desierto blanco humeante por el sol y atrás, muy lejos, las montañas de África.

Un paisaje exótico, sin agua, sin árboles, sin nubes, desértico como un paisaje lunar.

Aquí el alma de un desesperado o de un hombre noble encuentra la máxima dicha.

Entramos en la pequeña iglesia de la Cima. El padre Pahomios escarba la tierra con sus uñas, buscando algún vestigio de las viejas paredes de la iglesia bizantina. Nos enseña triunfalmente piedras talladas en arco, columnitas de ventanas, cruces, inscripciones, antiguos pilones. Está bastante agitado. De repente deja escapar un gran grito. Acaba de descubrir, en un trozo de mármol, la representación de dos palomas bizantinas con los picos juntos, símbolo del Espíritu Santo.

Experimento cierto malestar al contemplar esta alma sencilla dominada por la sombría manía de descubrir, de restaurar, de inmovilizar la vida y de impedir a toda costa la desaparición del pasado. En esta cima en donde Dios es llama que no se puede asir, ondulante y devoradora, este espíritu de excavación y de conservación me repugna. Me vuelvo hacia el y le digo:

-¿Cómo te imaginas a Dios, padre Pahomios?

Me mira sorprendido, reflexiona durante unos momentos y contesta:

-Como un padre que ama a sus hijos.

-¿No te da vergüenza?-le digo. ¿Te atreves a hablar así de Dios en la cima del Monte Sinaí? Dios es “fuego consumidor”.

-¿Por qué me dices esto?

-Para que dejes todas estas ruinas y El las queme. ¡Pahomios, no levantes la mano contra Dios!

Asustado y avergonzado toma asiento. Abrimos la cesta que contiene la comida, bebemos vino y comemos pan, carne y naranjas. Yo llevo conmigo una pequeña edición de Homero. Comienzo a leer en voz alta los largos versos paganos, como si quisiera despechar al Señor.

Las costas griegas desfilan ante mis ojos, los dioses del Olimpo resplandecen, las diosas descienden, sonrientes y carnales, y se unen con los mortales, y de su unión nacen héroes y no monstruos.

Mi corazón se fortalece. Aquí, sobre los tizones calcinados del Dios semita, el corazón aéreo se rebela y fortifica.

Los pecados, las desobediencias, los desfallecimientos del hombre son detalles insignificantes en comparación con la lucha terrible que tiene que sostener. Si el Dios quisquilloso de los hebreos acusa al hombre en la otra vida, por sus pequeños errores, éste, podrá sostener con valentía su defensa.

- Si, he pecado, robado la mujer y el buey de mi vecino, pues me gustaban; matado a mi enemigo porque él me quería matar; construido con mis manos ídolos que he adorado, mentido porque tenía miedo; odiado a mi padre que se levantaba ante mí para impedirme que pasase.

“Si, he desobedecido todos los mandamientos”.

Pero he subyugado a la tierra, al fuego, al agua y al aire. Si no hubiese estado allí, los animales salvajes y los gusanos te habrían devorado. Te habrías podrido en el barro de la pereza y del miedo. Soy yo quien, en la sangre y el lodo, ha gritado y ha pedido libertad. Soy yo el que, llorando, riendo, dando traspiés, te he sostenido para que Tú no te cayeras”.

Pahomios está inquieto porque el día se está acabando y comienza a hacer frío. Se acerca a mí, me obliga a levantarme e iniciamos el descenso.

Tomamos otro camino a través de una torrentera cubierta de nieve. De pronto, el árabe que nos precede, portador de la cesta de las provisiones, se inclina sobre la nieve y grita alegremente:

- ¡Kaplan!

Nos acercamos para ver qué pasa. Y efectivamente, se pueden distinguir las amplias huellas dejadas por las patas de una fiera.

- ¡Un león!- dice Pahomios con la boca torcida.

Kalmuk salta de alegría, pero el árabe nos explica que los leones se alejan cuando oyen al hombre, porque le tienen miedo. Pahomios se repone, pues, de su emoción mientras que Kalmuk está desolado por haber perdido esta ocasión.

Yo camino delante, siguiendo las huellas del animal, y estoy contento. Me parece que Jehová ha pasado por encima de la nieve y que, asustado, ha huido hacia el desierto.


Estamos sentados en la más alta cima de la cadena de montañas del Sinaí, delante de la pequeña iglesia de Santa Catalina ( 2.646 metros). El padre Moisés se ha unido a nosotros.

Abajo, bajo el sol resplandeciente, y hasta donde se pierde la vista, toda la Arabia Pétrea humea.

El padre Moisés, natural de Karpenissi, delgado, pequeño, deferente, es aquí el amo. Es él quien ha construido el camino que conduce a la cima y restaurado esta pequeña iglesia sobre cuyas gradas nos encontramos sentados. Es él quien se cuida del pequeño hospicio y nos ha traído edredones, carbón, víveres, íconos y raki.

La olla hierve. Dos perdices que hemos matado por el camino están asándose en las brasas. Ferragui, nuestro simpático beduino, se inclina y atiza el fuego, después, su joven cuerpo, delgado y musculoso, se endereza. Kalmuk dibuja las montañas en un trozo de papel y encima de él, envuelto con una manta, Pahomios lo contempla ávidamente.

Las perdices comienzan a oler bien. Nos apretamos unos contra otros en un banco de piedra y aguardamos. Hace frío, tenemos hambre y nos invade una gran alegría. El padre Moisés trae confitura, te y raki de dátiles, después nueces, almendras, miel y finalmente un gran racimo de uva negra que había guardado desde el año anterior colgada en un saco. Los granos son jugosos y muy dulces.

Moisés está contento de cuidar a los forasteros. Se mueve, entra en la iglesia, vuelve, desata las cuerdas de una asta que ha plantado en el peñasco más alto e iza la bandera griega. Coge su carabina y tira; después inicia una canción típica de Karpenissi.

Un hombre bueno- pienso- puede santificar un lugar en un radio de muchos kilómetros. Este modesto monje ha construido una casa en esta cima abrupta, ha instalado un hogar, encendido fuego, izado una bandera. Ha vencido todos los poderes del Maligno. Ha vencido a la seriedad y a la tristeza; ríe y canta como un pastor y su corazón late más fuerte porque delante de él hay dos hombres desconocidos a quienes poder servir.

-¿Por qué te hiciste monje, padre Pahomios?

Y el padre Moisés, riendo, mofándose de sí mismo, lleno de ardor, contesta:

- Desde la edad de doce años quería hacerme monje, pero el diablo ponía obstáculos en mi camino. Qué obstáculos, te preguntarás. Sencillamente, mis negocios prosperaban y yo ganaba dinero. Y ganar dinero ¿a qué conduce? ¡A olvidar a Dios!

“Yo he sido factor, revendedor, zapatero. Trabajé en las minas de Laurium y después en los ferrocarriles de Ikonión. Yo me decía: cuando pierda mi dinero me haré monje. Dios me amaba. Finalmente, corté la cuerda y marché. Igual como cuando se corta la cuerda de un globo y éste se eleva hasta el cielo. He aquí de qué forma abandoné el mundo.

“Estoy aquí desde hace veinte años. ¿Qué es lo que hago? Lo que hacía en el mundo. Trabajo de la mañana a la noche. Tú me dirás:” ¡Entonces es lo mismo!”

Pero yo te contestaré: “¡En absoluto! Aquí, soy feliz. Allá abajo en el mundo, no lo era.”.

“¿Qué es lo que hago? Construyo caminos. Todos los caminos que hemos seguido están hechos por mí. Esta es mi ofrenda. He nacido para esto. Si voy al Paraíso, será por los caminos que he construido.

Se echó a reír burlándose de su esperanza;

- ¡Pfff! ¡El Paraíso! No es tan fácil entrar en él.

Ingenuo, glotón y friolero, Pahomios se arrebujó en su manta tranquilizándole:

-Tú entrarás, Moisés… Tú entrarás, no lo dudes.

El padre Moisés rió de nuevo:

- Tú no tienes nada que temer. Pintas el Paraíso con tu pincel y tus colores y entras. Pero yo, es otra cosa. Es necesario que construya caminos hasta el Paraíso. Si no, no entraré. Cada uno de acuerdo a sus obras.

Se volvió hacia Kalmuk y le dijo:

-Tu también podrás pintar una pared, árboles, agua, ángeles y entrar en el Paraíso, igual que Pahomios.

“Pero ¿y tú?- añadió volviéndose hacia mí con gran curiosidad.

-¿Yo? Ya estoy en él. Para mí el Paraíso es una alta montaña en la cima de la cual se encuentra un banco de piedra. Encima del banco, nueces, uvas, dátiles y raki. Sentados a mi lado tres hombres buenos con los que hablo del Paraíso.

El día transcurre de esta forma, hablando, comiendo, bebiendo y grabando nuestros nombres en las rocas. El frío se hace intenso. Entramos en la iglesia.

La roca en donde los ángeles depositaron el cuerpo de Santa Catalina y en donde permaneció durante doscientos años sacó copia como si fuera de pasta y tomó la forma de la yaciente. Moisés, con una vela en la mano, nos enseña en la piedra el sitio de la cabeza, el del pecho y finalmente los pies de la santa. Nos explica su historia y su martirio de una manera sencilla y dulce como si estuviera hablando de la tierra, de la lluvia que la rocía, del crecimiento de la fruta y de las mieses…

Entramos en la celda y encendemos el brasero. En la lejanía se oye tronar como si fuera un gemido.

Repentinamente, y enternecido por tanta felicidad, Kalmuk dice:

-Padre Moisés, voy a dibujar una Santa Catalina y te la regalaré.

Moisés tose maliciosamente.

-¿Porqué toses?

-¡No sé nada! He oído decir que el quiere pintar un icono

por de pronto tiene que lavarse cuidadosamente las manos, después privarse de carne (ya me entiendes) y de tabaco. Solamente con esta condición el ícono será hermoso y hará milagros.

La discusión se hace viva. Pahomios escucha con las orejas tiesas.

Kalmuk, joven y vigoroso, principiante en su carrera escucha atentamente los consejos que le prodiga el pintor de la barba blanca:

-El pintor debe siempre tener en la cabeza la vida del santo que quiere representar. Tiene que pensar en él de día y de noche. ¿En qué momento puede coger sus pinceles para empezar a pintar? Solamente después de haber visto al santo en un sueño.

Moisés se estremece de emoción.

- Le diré algo que jamás he confiado a nadie. Mi oficio, como se ha dicho, es el de construir caminos. Todo el día me rompo la cabeza. ¿Hacia qué lado dirigir el camino? ¿Hacia la derecha? ¿En dónde construir el puente? ¿En dónde excavar la zanja para dar salida a las aguas? Todo esto me atormenta. Y por la noche, durante mis sueños, veo lo que tengo que hacer. He aquí porqué mis caminos son sólidos.

A medianoche llegó Ferragui, cargado con pesadas mantas. Prepara nuestras camas y nos acostamos. Al alba nos despierta una violenta granizada. Nos asomamos por la pequeña puerta. La niebla es espesa e impenetrable. La nieve recubre la montaña y hace un frío intenso.

-Pon a hervir el té en el caldero- ordena Moisés volviendo a cerrar la puerta.

Se enciende de nuevo el brasero, el té está preparado y la salmodia comienza.

Volvemos a encontrar nuestro buen humor, la sangre se enciende y tomamos la decisión de intentar el regreso.

-¡Santígüense, hijos míos! - grita Pahomios tiritando de frío y de miedo.

- No es del frío de lo que hay que tener miedo- dice Kalmuk para asustarlo- sino más bien de las fieras errantes y hambrientas a causa de este tiempo. ¡Sobre todo de los osos!

Pahomios se santigua varias veces, entra en la iglesia y se arrodilla ante Santa Catalina. Después coge una manta, se envuelve en ella y sigue a la caravana.

Nieve hasta las rodillas; el granizo choca contra nuestros cascos y nosotros reímos y saltamos mientras Moisés, calzado con botas altas, va delante y nos abre camino.

Regresamos al monasterio, alegres e impacientes, como si volviéramos a la casa paterna.


Durante la noche, solo en mi celda, con el espíritu profundamente impregnado por la visión del desierto, recorro el Antiguo Testamento. Pienso en el hombre que resiste, lucha y se debate en la mano de Dios, y mi corazón se oprime. La Biblia se me aparece como una cadena de montañas con numerosas cumbres de donde los profetas, atados con cuerdas, descienden chillando.

Bruscamente, cojo una hoja de papel y me pongo a escribir para consolarme.


- ¡Samuel!

El anciano profeta del cinturón de cuero y de los abigarrados harapos miraba a la ciudad que estaba a sus pies y no oía la voz del Padre Eterno. El sol estaba a la altura de una lanza en el cielo; de abajo ascendía el ruido de Galgala, ciudad pescadora incrustada entre las piedras rojas del Carmelo, con sus palmeras rectas como espadas y sus higueras silvestres en hilera.

- ¡Samuel!- dijo de nuevo la voz del Padre Eterno-. ¡Samuel, mi fiel servidor, has envejecido, ya no me oyes!

Samuel se levantó. Sus espesas cejas se juntaron en una expresión de cólera, su larga barba de doble punta se agitó semejante a un océano bajo la tempestad, sus oídos zumbaron al igual que los caracoles marinos. La maldición relinchó en él igual que una yegua sin brida.

- ¡Malditos!-gritó, extendiendo su esquelético brazo por encima de la ciudad bulliciosa y alegre-. Malditos sean los hombres que ríen, los inicuos sacrificios que empañan el cielo; maldita sea la mujer cuyos zuecos golpean las piedras de los caminos.

“Señor, Señor, ¿se han apagado los rayos en tu mano de bronce? Tú has enviado sobre el santo cuerpo de nuestro rey la enfermedad sagrada y él cae a tierra, babea como un caracol, sopla como una tortuga. ¿Por qué? ¿Qué te ha hecho? ¡Contesta! O bien desata la peste sobre la tierra y si eres justo, arranca la esperma de los riñones de los hombres y derrámala sobre las piedras.

- ¡Samuel!- gritó el Padre Eterno por tercera vez-. ¡Samuel, cállate y escucha mi voz!

El cuerpo del profeta se puso a temblar y como se apoyaba contra la puerta del templo, percibió de una sola vez los tres gritos del Padre Eterno.

-Señor, me has llamado. ¡Heme aquí!

-Samuel, llena tu cuerno de aceite y ve a Belén. No abras la boca, no aceptes por el camino la compañía de nadie y ve a llamar a la puerta de Isaías.

-Yo no he estado nunca en Belén. ¿Cómo reconoceré la puerta de Isaías?

-La he señalado con un dedo de sangre. Llama a la puerta de Isaías y de entre sus siete hijos, elige uno.

-¿Cuál, Señor? Mis ojos se han empañado y ya no veo bien.

-Cuando lo veas, tu corazón gemirá igual que un ternero. A ese hijo tienes que elegir. Palpa la coronilla de su cráneo debajo de sus cabellos y úngelo rey de los hebreos. ¡He dicho!

-Pero Saúl se enterará. Me tenderá una emboscada durante mi camino de regreso y me matará.

-¿Qué puede importarme eso? Yo jamás me he preocupado de la vida de mis servidores. ¡Ve!

- ¡No! No iré.

-Seca el sudor de tu rostro y afirma tus mandíbulas que tiemblan cuando le hablas a tu Señor. ¡Tartamudeas, Samuel! ¡Habla con claridad!

-No tartamudeo. He dicho: no iré.

- ¡Habla más bajo! Gritas como si tuvieras miedo. ¿Por qué no irás? Que Samuel se digne contestar. ¿Tienes miedo?

- No tengo miedo. Es el amor lo que me retiene. Soy yo el que ungió a Saúl como rey de los hebreos, lo he amado más que a mis hijos, he insuflado mi alma entre sus pálidos labios y le he dado el espíritu de profecía. Mi espíritu lo ha dominado, él es mi carne y mi alma y no lo puedo traicionar.

-¿Por qué te paras? ¿El corazón de Samuel está ya vacío?

- Tú eres todopoderoso, Señor. No te burles de mí. ¡Mátame!

Los ojos de Samuel centellearon, abrió los brazos, agarró los dos montantes de la puerta y aguardó.

- ¡Mátame!-repitió su corazón-. ¡Mátame!

-Samuel…- continuó la voz del Padre Eterno, dulce y casi suplicante.

Pero el anciano profeta se enfadó:

¡Mátame! No puedes hacer otra cosa. ¡Mátame!

Nadie contestó. El sol declinaba; un muchacho moreno y con los pies desnudos apareció, pisando la arena del sendero, y se acercó a Samuel con terror, igual que si se aproximara al borde de un precipicio. Dejó en el umbral del templo la comida del profeta: algunos dátiles, miel, pan, un cántaro de agua, y se marchó en seguida conteniendo la respiración. Bajó por el sendero en dirección a las casas y desapareció en la choza paterna. Su madre se inclinó, lo cogió entre sus brazos y le preguntó:

-¿Todavía?

-Todavía- contestó el niño-. Todavía lucha con el Padre Eterno.

El sol desapareció tras la montaña y la estrella de la noche se meció encima de la ciudad como el germen de un incendio. Una mujer pálida la divisó desde detrás de las celosías y se asustó:

-Caerá e incendiará la casa.

Las estrellas se extendieron sobre los cabellos del profeta. Centelleaban, resplandecían y se agitaban al ascender por el cielo. En medio de ellas, el profeta temblaba. Las estrellas penetraron en su corazón, se hilvanaban en sus dedos, golpeaban sus sienes; todo el firmamento estrellado jugaba y reía como juegan y ríen los guijarros en la playa.

-Señor…Señor…-murmuró hacia el alba, y no pudo decir nada más.

Abrió con su pesada mano la puerta bajo el templo y entró. Sus pies estaban ligeros como si hubiese poseído alas; en su barba brillaba el rocío. Cogió del altar el cuerno, lo llenó de aceite sagrado, cogió su bastón nudoso y franqueó el umbral. Unos niños que jugaban delante de la primera casa, al ver los abigarrados harapos y el turbante verde del profeta, volvieron a entrar asustados en su casa y cerraron la puerta gritando:

- ¡Ya llega!

Los perros se escondieron en los rincones con el rabo entre las piernas y un buey joven mugió, estirando el cuello hacia el suelo. Un ruido semejante al violento viento que azota los plátanos en otoño, atravesó el pueblo de extremo a extremo. Oyóse que las puertas se cerraban, que gritaban los niños y la voz ronca de las mujeres tras las espesas celosías.

Samuel arrugó las cejas. Caminaba a grandes zancadas, golpeando su bastón contra las piedras de las calles desiertas.

-Como si yo fuese la Guerra o la Peste- murmuró-. Como si yo fuese el Padre Eterno.

Dos pastores, provistos de sus cayados, aparecieron en el sendero y, al divisar al profeta, se tumbaron boca abajo en el suelo.

-Señor, ordéname que les machaque el cráneo. Señor, habla a mi corazón. Estoy preparado.

Pero ninguna voz resonó en su cabeza y pasó, maldiciendo profundamente al género humano.

El sol le quemaba, se levantaba polvo y sus pies sangraban. Tuvo sed.

-Señor- exclamó-, dame de beber.

- ¡Bebe!-contestó cerca de él una voz débil como un murmullo de agua.

Se volvió y vio agua que se escurría por una hendidura de la montaña y caía en una cavidad. Se inclinó, separó su barba y posó los labios sobre el agua. El frescor se extendió hasta sus talones, sus viejos huesos crujieron de placer.

Después de enderezó nuevamente y continuó su camino. Atravesó viñedos, atravesó palmerales. El sol se puso. Se tumbó al pie de una palmera, puso la mano derecha debajo de la mejilla y se durmió. Los chacales se reunieron inmóviles a su alrededor. Arriba, las estrellas parecían espadas. Se levantó con la aurora y continuó su camino. Al tercer día la montaña se abrió, apareció el llano y, en medio, semejante a una serpiente aplanada, bien cebada y lenta, con escamas verdes, brilló el Jordán. Transcurrieron tres días más. Después y de pronto, más allá de los huertos, brillaron los techos blancos de Belén.

Una bandada de palomas pasó por encima de la cabeza del profeta durante un momento y, de repente, se precipitó, asustada, en dirección a la ciudad.

En la gran puerta Norte, oscura, con su penetrante olor a rebaño, sus ciegos y los mendigos leprosos, los sacerdotes aguardaban de pie al profeta. Temblaban y hablaban entre sí:

-La lepra se abatirá sobre la ciudad. El Señor solamente desciende a la Tierra para aplastar a sus criaturas.

El más anciano se armó de valor, avanzó un paso y dijo:

-Yo le hablaré.

Samuel llegó en una nube y sus harapos tremolaron al viento como una bandera desgarrada durante el combate.

-¿Qué nos traes, Samuel? ¿La paz o la matanza?

- ¡La paz!-contestó el profeta extendiendo sus brazos-. Regresad a vuestras casas, dejad vacías las calles. Quiero caminar solo.

Las calles quedaron desiertas y las puertas se cerraron. Samuel atravesó la ciudad mirando y palpando las puertas cuidadosamente. En el otro extremo, sobre la última casa, distinguió el dedo de sangre. Llamó. Toda la casa se conmovió, y el anciano Isaías se levantó temblando para ir a abrir.

-Viejo Isaías, deseo que la paz reine en tu casa, que tus siete hijos gocen de buena salud y que tus nueras paran hijos varones. El Señor está contigo.

-Que se cumpla Su voluntad -contestó Isaías, que seguía temblando.

Apareció un hombre llenando el marco de la puerta. Samuel se volvió, lo vio y sus ojos se alegraron. Era un gigante con cabellos negros y rizados, con el pecho amplio y velludo y unas piernas sólidas como columnas de bronce.

Isaías dijo orgulloso:

-Eliab, mi hijo mayor.

Samuel se calló y aguardó a que hablara su corazón.

- ¡Es este!-decía su espíritu-. ¡Es éste! Señor, ¿porqué no hablas?

Aguardó durante un buen rato. Pero de pronto, la terrible voz estalló en él:

-¿Qué es lo que esperas? ¿Te gusta? ¡Yo no lo quiero! Yo miro el corazón, yo escudriño los riñones, yo peso el cerebro. ¡No lo quiero!

-Tráeme a tu segundo hijo- ordenó Samuel, con los labios temblorosos por la indignación.

Se presentó el segundo hijo, pero el corazón de Samuel permaneció mudo y sus entrañas inmóviles.

- ¡No es él! ¡No es él! ¡No es él!-gritó rechazando a los hijos de Isaías uno a uno, después de haber sumergido su mirada detrás de sus frentes, en sus ojos, examinando sus hombros, sus rodillas y su cintura al igual como si se tratara de moruecos.

Después cayó extenuado al suelo:

- ¡Señor- gritó en su interior con cólera-, me has engañado! Eres maligno y no tienes piedad para los hombres. Déjate ver. ¿Por qué no hablas?

Isaías, turbado, dijo:

-Falta todavía David, el más joven. Está apacentando los carneros.

- ¡Hazlo llamar!

-Eliab-dijo el padre-, ve a llamar a tu hermano.

Pero Eliab frunció las cejas y el anciano, asustado, le dijo a Aminadab:

-Aminabab, ve a llamar a tu hermano.

Pero éste también se negó. Todos se negaron.

Entonces Samuel se levantó:

- ¡Abrid las puertas! Iré solo.

-¿Quieres que te describa el aspecto de su cuerpo para que lo puedas reconocer?

-No, lo he engendrado antes que su padre y que su madre.

Tomó el camino de la montaña renegando, tropezando con las piedras y gritando:

- ¡No quiero! ¡No quiero!

Y seguía su camino.

Y cuando encontró a un joven que estaba de pie en medio de sus carneros y cuya cabeza resplandecía, semejante a un sol naciente, Samuel se detuvo. Entonces, su corazón gimió como un buey.

- ¡David -gritó con cólera-, acércate!

-Acércate tú- respondió David-. Yo no abandono a mis carneros.

¡Es él! ¡Es él! -gemía Samuel mientras avanzaba encolerizado.

Se acercó, lo cogió por el hombro, le modeló la espalda, le tocó las corvas y después subió hacia la cabeza. Temblaba.

-Yo soy Samuel, el siervo de Dios. El me dice ve y yo voy. El me grita, y yo grito. Yo soy su pie, su boca, su mano y su sombra sobre la tierra. ¡Inclínate!

Descubrió la coronilla de la cabeza de David, derramó el aceite sagrado sobre la coronilla.

¡David es consagrado rey de los hebreos!

¡David es consagrado rey de los hebreos!

¡David es consagrado rey de los hebreos!

Arrojó el cuerno vacío sobre las piedras, lo aplastó con el pie y dijo:

-Señor, es así como tú has aplastado mi corazón. No quiero continuar viviendo.

Siete cuervos acudieron de las profundidades del cielo; descendieron y empezaron a dar vueltas por encima de Samuel, mientras esperaban. El profeta desenrolló el turbante verde y lo extendió sobre el suelo a modo de sudario. Los cuervos cobraron ánimo y se acercaron. Cubrió su rostro con sus abigarrados harapos y ya no se movió.


Fuente: Apocatastasis.com

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